viernes, 19 de marzo de 2010

Lucas, sus historias a las que no sabía poner nombre

Desde algún lugar de Chile, Andrés salió de su casa. Su destino era París. Miraba su reloj, pocas veces lo hacía, pero sabía que eso en Europa, y más en París, iba a tener que hacerlo mecánicamente para sobrevivir. Montó en el taxi, y se fue hacia el aeropuerto, le quedaban unas cuantas horas de viaje, pero todo estaba ya decidido, y qué más da lo que tardase. La última cosa que hizo fue escuchar, sentado en su sillón donde solía leer con poca luz, el concierto de clarinete de Mozart, le apasionaba, y sabía también que tardaría en poder escucharlo de nuevo. Sentado en su sillón, dejando de mirar de tanto escuchar, se despidió de todo eso, con una taza de té que se llevaría consigo para no dejar vajilla sucia en esa que fue su casa. Y por supuesto el CD que cargó en su maletín de mano. A saber cuándo el dinero le permitiría comprarse un reproductor y volver a escuchar esas notas acompañadas de té con trazos de cascara de limón.

Chloé trabajaba en Au Claire de Lune. Como todos los días cogía el metro a las 6 de la tarde en Villiers, para bajarse en Anvers y llegar a hora a su turno, aunque a veces tomaba una copa con su amigo antes de marchar al trabajo. Ella miraba el reloj sin esfuerzo, estiraba el brazo para que su reloj se colara por debajo de su manga, y miraba sin leer las varillas. Bajaba el brazo y entonces descifraba las varillas memorizadas. Luego miraba a su alrededor inquieta, como siempre iba apurada.

Lucien tenía 22 años, había terminado de estudiar clarinete en Viena, y había vuelto para probar suerte en Paris. Había pocas orquestas, y mucha competencia, todo el mundo quería probar en París. Alquilaba una habitación en la Rue Lepic, en Montmartre, pero no le dejaban tocar allí, le decían que molestaba. Decidió irse al metro, allí la gente no presta atención a nada, no escuchan, no miran, parece que sepan por donde se mueven a base de golpes y empujones y carteles de colorines. Todos los días salía a las 9 de casa, se iba a una esquina de la Parada de Place de Clichy y allí por la mañana se dedicaba a hacer técnica de clarinete, y por la tarde los conciertos, con un manojo de cañas del 3, una funda que dejaba abierta y un montón de libros y un atril.

Lucas estaba en casa, escuchando a Chinoy y casi llorando pensando en esos segundos en los que por alguna “casualidad que no buscaba comprender” metía unas vidas en un mismo lugar, para que sin verse y sin saberlo, llegasen a un destino que no sospechaban pero que les realizaba de alguna manera.

Andrés iba en un metro de la línea 2 dirección Belleville donde iba a ver un apartamento. No sabía si iba a poder permitírselo. Estaba ya cansado de visitar edificios imposibles para sentirse siempre mutilado y alejado de su mundo. Pensaba en volver a su casa, a su sillón, su concierto y su té. Pensaba en todo eso, pero se esforzaba para no tomárselo en serio, y seguir ahí sin saber si realmente quería estarlo. Chloé se tomaba una copa con su amigo por Place de Clichy, se miró el reloj y eran ya las 5:45. Debía salir corriendo, su turno iba a empezar. Le fastidió sobremanera tener que echar a correr siempre en el mejor instante, le dejó el dinero y se disculpó. Él le pidió 5 minutos pero ella no podía, tenía que ir, el tiempo corría. Se fue sabiendo que tal vez el tiempo la atrapaba y no podía decidir, tal vez esos 5 minutos eran los que más deseaba. Lucien como siempre estaba en una esquina de Place de Clichy, esa tarde había repasado ya las notas del Weber, y sacó el concierto de Mozart, edición Bärenreiter, como le habían enseñado en sus años en Viena. Estaba completamente rayada de lápiz, indicaciones de un montón de profesores y de conciertos escuchados condensadas en sus pentagramas, inicialmente desnudos. Cerró los ojos, empezó a sonar la introducción orquestal en su cabeza, ese tutti que solamente Mozart podía escribir. Incluso Lucien dirigía con las manos esa orquesta que hacía sonar para él en la cabeza, hasta que llegaron los tres acordes cadenciales que le indicaban el paso al clarinete, entonces cogió el clarinete con las dos manos, se lo llevó a la boca y empezó a sonar el concierto para todos.

En ese momento, aunque Lucien no lo escuchaba, llegaba un metro y dentro iba Andrés sin muchas ganas, pensando más en no pensar que en la visita que le esperaba. El metro se paró, Andrés miró su reloj, y entonces sus oídos se llenaron de Mozart. No supo nunca la hora. No puedo evitarlo, empezaba a sonar la orquesta también en su cabeza como a Lucien, y bajó del vagón casi sin saber que se bajaba, y se quedó mirando a ese chico en la esquina.

Chloé bajaba corriendo las escaleras, miró el reloj tan poco tiempo que no podía ser que hubiese leído la hora tan rápido. Siguió corriendo, vio el metro y se dirigió a la puerta que más cerca tenía. Pitaba ya la señal, tenía un hombre con cara de extranjero y de absorto en mitad de la puerta, pero tenía que coger ese metro. Estaba descifrando la hora que había memorizado mientras bajaba los escalones y eran ya las 5:45. Se paró de repente, volvió a mirar su reloj, el metro cerró las puertas, y se dio cuenta de que las varillas estaban paradas, que a saber qué hora era, que hacía tiempo que vivía en las 5:45, que el tiempo se había detenido, y que seguro que ya no llegaba al trabajo.

Y en ese preciso instante Lucas empezaba a escuchar el segundo tiempo del concierto de Mozart, mientras Lucien le ponía notas, Andrés le miraba sonriendo por primera vez en tanto tiempo, recostado en la pared del metro sin pensar más que en la orquesta que solamente sonaba para Lucien y Andrés (y para Lucas en su casa, claro), y Chloé empezaba a correr entre Lucien y Andrés hacia esa copa a medias, y hacia esos 5 minutos que le había pedido su amigo, y que podían durar todo lo que quisiese ya que su reloj…

Esos momentos existen, pensaba Lucas, esas casualidades que le llenan a uno los ojos de lágrimas si al final te das cuenta de que tantas cosas han tenido que pasar para hacer coincidir en esa parada de metro a esas 4 personas en el mismo segundo.

Y luego Lucas empezó a sonreír, y las arrugas de la sonrisa se le llenaban de lágrimas que le seguían cayendo sin querer, al pensar que tú y él también coincidiste en un mismo segundo en un mismo lugar, tan caprichosamente como estas 4 vidas, tan difícilmente creíble como difícil de creer es que Andrés, Lucien, Chloé y Lucas. Pero en cambio tan real como esa sonrisa que no paraba, y esas lagrimas que tampoco querían parar. Era demasiado difícil de imaginar todo como para creer en casuaidades, en azares. Le gustaba más creer que Mozart y el tiempo que no corre, o tal vez Chinoy o tal vez tú y él y un segundo, y eso bastaba.



Imatge: Miquel Barceló, Dogon I



domingo, 14 de marzo de 2010

Lucas, sus manos


Lucas se quedó mirando sus manos. Tampoco tenían nada del otro mundo. Lucas siempre se había preguntado, por otra parte, a qué mundo se refería con eso de otro mundo. Se miraba las manos iluminadas por una luz tenue, una luz que no las desnudaba frene a sus ojos. Simplemente las sugería para que su mirada paseara en ese momento por los juegos de sombras que la pequeña lucecita dibujaba. Lucas dirigía una mirada que pocas veces había lanzado, una mirada que preguntaba a sus dedos sobre tantas cosas. Y unos dedos que se escondían entre sus propias sombras.

Pronto dejó la conversación con sus manos, pronto miraba los dedos sin mirarlos, mientras sentía que tantas cosas habían empezado por esas manos, y esos dedos, y esa piel que dibuja circulitos en las yemas.

Ese día en que decidió alargar la mano, abrir los dedos, y coger por primera vez eso que debía ser ese otro mundo que en realidad era el mundo de ahora, pero que por entonces acababa de conocer. Un niño recién nacido tocando por primera vez el otro mundo. Ese día en el que llevándose a la boca cualquier cosa con una mínima opción de entrar en su boca desdentada, mordió sus dedos, quedando sorprendido de la humedad de una boca caliente en la piel arrugada y sensible de sus dedos. Ese día en el que por primera vez consiguió sentir en sus dedos que dirigía a través de lo que sentía, que apretaba las teclas de un piano y que las controlaba según la presión en sus dedos, que cogía un lápiz (siempre le habían gustado más que los bolígrafos) y que lo llevaba por donde quería y decía lo que los dedos le pedían.

Pero también había eso que no le dejaba ver ahora los dedos, ni tan siquiera un poco iluminados juguetonamente. Y es que recuerda también ese día en el que decidió alargar la mano, abrir los dedos, y tocar por primera vez tu desnudez. Un niño recién nacido tocando por primera vez otro mundo que no era este, pero al que le gustaba desde entonces escapar. Ese día en el que dibujando tu boca, jugando con tus labios, tus dientes con tu lengua mordieron sus dedos, quedando sorprendido por la humedad de una boca caliente y jadeante que no era la suya. Y sobre todo, ese día en el que por primera vez consiguió sentir que dirigía sus dedos a través de lo que sentía, que te apretaba y acariciaba y sentía que te escribía deslizando sus dedos por tus contornos igual de juguetonamente iluminados que veía ahora sus manos. La única diferencia es que antes los llevaba por donde quería y decían lo que los dedos pedían. Ahora los llevaba por donde tu piel les pedía, y decían una y otra vez eso que tan tonto sería intentar explicar.

Lucas salió al fin de su ensimismamiento. Pensó que al fin y al cabo uno no se queda mirando sus manos así porque sí. Algo del otro mundo debían de tener. Tal vez te tenían a ti, y eso era el otro mundo que tantas veces le había intrigado. Apagó la luz, se metió de nuevo en la cama, y sus dedos volvieron a tus labios.

sábado, 13 de marzo de 2010

Lucas, sus hasta luego


Lucas siempre empezaba por él. Esta vez también lo hizo, pero decidió que después de lo que había estado viviendo estos días esto debía cambiar.

Volvió a empezar y esta vez fuisteis vosotros los primeros. Suelen decir que en la ausencia es cuando realmente uno se da cuenta de lo importante que son ciertas personas en la vida de alguien. Lucas no podía terminar de estar de acuerdo con eso. En la ausencia, las presencias se meten en su vida para no dejarla quieta y no le dejan mirar demasiado atrás. Afortunadamente Lucas vivía de las presencias, y no de las ausencias ni de recuerdos. Había sido capaz de vivir de lo que tenía, de lo que deseaba, e incluso de lo que soñaba con tener algún día, pero no de lo que tuvo, o lo que estaba teniendo hasta el momento de las ausencias. Esto fue muy importante.

Lucas nunca se conformó con poco, el derecho a la pataleta le parecía un derecho fundamental, y siempre le gustó pedirse lo imposible. Por eso nunca se conformó con él, y os quiso a todos para poder disfrutar de sus cosas, que también eran vuestras cosas, porque le gustaba compartirlas. Por eso, nunca supo decir un hasta luego sin sentirse mal. No por la ausencia, sino por la presencia. No le angustiaba no veros, le angustiaba dejar de veros. Parece lo mismo, pero para Lucas no lo era. El momento de renunciar era el que podía con él. Renunciar a una presencia le era imposible, en cambio asumir una ausencia estaba hecho. Por eso no estaba de acuerdo del todo con que uno se da cuenta de lo que aprecia una persona en su ausencia.

Lucas se dio cuenta el día que estaba sentado en unos sillones azules de aeropuerto, entre padre madre y hermana, y mientras revisaban horas y billetes, prometían acuses de llegadas sanos y salvo, deseaban suerte y felicidad (además de salud, como no…padres), sentía ya esa distancia de turbina de avión, y tenía que aceptar que se iban a subir, y que les iba a perder de vista por un arco de seguridad y cantidad de cabezas que no conocía, aunque hay que decir también que la cabeza del padre era difícil de ocultar, demasiado arriba apuntaba. No veía el momento de dejar de mirar, no veía lógico no ponerse de puntillas para arañas unos segundos más de vosotros, y cuando sus ojos no veían sintió que quería cerrarlos, y no creerlos. Al fin dio la vuelta, y tuvo que volver triste hasta la presencia.

Llegó en 20 minutos, nada grave, con una barba de mayorón y una sonrisa de esas que salen sin querer, Lucas sonrió con una risa de esas que le hacen sentirse tonto pero que incluso le gusta sentirte tonto. Él y Lucas tenían mucho que contarse, mucho que disfrutar, y mucho que añadir al baúl de los momentos rememorables. Nada de recuerdos, rememoraciones. Le encantaba ver cómo tirabas al metro como si supiese dónde ibas, aunque en realidad no tenias ni idea, y las veces que os equivocasteis, os pasasteis etc., por estar en otras cosas que nada tenían que ver con el metro y sus paradas. Hay veces que no hay por qué decir más, simplemente que por algo toda distancia entre ellos, entre su forma de ser, entre sus opiniones, entre sus vidas, nada puede hacer para vencer sus ganas de compartir y su…no voy a decir la palabra, porque se queda tonta. Luego vino el mismo aeropuerto, el mismo arco y las ganas de no dejar de mirar. No hubo más remedio, y tu dedo alzado como un césar en el circo perdonando la vida al gladiador puso punto final a tu presencia. La tristeza volvió, pero duró hasta llegar de nuevo a Saint-Michael.

Ahí estabais vosotros. Fuiste como una revelación para todo esto que le venía ahora a la cabeza a Lucas. Vuestra ausencia la verdad que no la notó demasiado, ya sabéis que esto cubría a Lucas. Pero con ese crêpe, y vuestras tonterías, bueno, las de los 3, le llenasteis la cara de sonrisas a Lucas. Y no sólo el crêpe, sino el sentirse tan bien haciendo cualquier cosa, un partido de futbol, cocinando, recibiendo un puro por hervir la pasta como no toca, Versailles, el cerdo, y sobre todo vosotros, fue tan difícil luego irse de Porte Maillot. De volver a casa y recoger el colxón, dejar el De bleu, el Txiki, y la felicidad que contagiáis.

Y tú, que haces que las 11 sea la hora ideal para esperar si sabes que al final va a llegar. Y los ojos de memoria. Al final un autobús le tuvo que raptar.


A Lucas no le duele que ahora no estéis, le dolió dejar de veros y cortar la última sonrisa o el último abrazo, la última mirada. Pero también hay que decir que si ahora a Lucas no le duele que no estéis, es porque sabe que volveréis a estar, que padre madre y hermana (también hermano que se descolgó por esta vez) le volverán a dar un abrazo de padre madre y hermana (también el hermano, aunque es más difícil de abrazar, y yo no él, sino por Lucas); que el de la barba le quedan muchos cafés de tarde con Lucas, y que ya puede llover, para algo no os gustan los paraguas, y la cosa no va a cambiar; que vosotros tenéis una de las relaciones más sanas y contagiosamente felices que Lucas conoce, y que cuando vuelva sabe que no se va a escapar, caerá malo de felicidad con vosotros cerca; y tú, tenéis demasiadas no promesas como para no saber esperar.

Lucas os sabe apreciar bastante más en vuestra presencia que en vuestra ausencia, y por eso, esta vez empieza y termina por vosotros. Cuando estáis lo nota, y no sabe renunciar, por eso esta pataleta.

jueves, 11 de marzo de 2010

Lucas, sus altos años



Lucas sabía que esto tarde o temprano debía llegar. El momento de dejar de bailar con las preguntas para llevárselas a la cama. A los 22 años Lucas había comprendido que en la cama lo único que no se quieren son respuestas. Solo esa sensación de estar fuera de toda explicación, de no querer saber el por qué de nada porque está tan claro que hay un porqué que os cubre como la noche estrellada que se ve ahora desde Paris que sería tan absurdo como querer contar las estrellas.

Sabía que iba a llegar el momento, que después de 22 años abriría una caja sin cerradura visible, ni llave en el llavero, y que podría decir eso sin hablar con metáforas, porque existe de verdad.

Sabía que algún día le llegaría una felicitación que leería justo por la Rue Monge, cerca de un número 19, una felicitación que le endulzaría el día, y tal vez la noche también, y tal vez tantos días y tantas noches, y tantos paseos por la Rue Monge. Y otra felicitación que le dejó un día clavado en la mente, y otra más que le llegó por duplicado, para que no pudiese negar que eso era verdad.

Lucas había vivido ya algunos años. Todavía le quedaba bastante para llegar a los altos años, pero no podía negar que hacía camino. Tenía muchas historias que contar todavía al lado de la ventana, mucha música que susurrar, y muchas cosas que recordar y rememorar, pero en ese día una pregunta más, de las que no quieren repuestas le vino para celebrar este día.

¿Realmente saben que me felicitan por llevarme las preguntas a la cama?

domingo, 7 de marzo de 2010

Lucas, sus sacudidas



Pocas cosas tenía Lucas en la cabeza a la hora de contar. Se trataba justamente de lo contrario, de no tener en la cabeza más que un puñado de palabras listas para ser ordenadas a la hora de contar, de ser simplemente como un sismógrafo que registraba en los dedos los movimientos interiores, las sensaciones y pensamientos, y detectar el epicentro de la búsqueda de palabras en su cabeza con la mayor fidelidad posible.

El resultado eran estas líneas que tantas veces había releído. El caso es que nunca escribió ni tuvo un manual para leer y comprender el resultado de sus sacudidas interiores, nunca supo cómo interpretar o interpretarse lo que le salía. Eso es la única cosa que tenía en la cabeza a la hora de contar. Nunca se volvería a escribir una historia como si fuese la única, escribió John Berger, a lo que Andrés Calamaro añadió que la historia se escribía en hojas desordenadas. En este punto Lucas detectó dos epicentros, uno en los oídos, y otro un poco por arriba de la barbilla. Nunca leería lo mismo en sus mismas palabras, nunca le saldría el “rollo chino” de narrador que en cada momento tenía que fijar con cola y secador un significado. Sus sacudidas interiores dejaban un caos de palabras, y ese caos no sería más que lo que quisiese ver en una hoja en blanco.

Después de tanto tiempo preguntándose qué escribir para dejar que las sacudidas interiores dejaran su testimonio, Lucas decidió que solo su sonrisa le valdría, que simplemente Lucas, en su cama, delante de un ordenador, el miércoles que pasó o que vendrá, y la sonrisa que le salía en ese instante. No necesitaba más, ni explicar su sonrisa, ni qué miércoles, ni cuál de sus camas, ni en qué día ni a qué hora. Aunque cierto que mañana era lunes, y que todavía más sonrisa.

Todavía se sentía sacudido, pero cuantas veces tembló al pensar en todo esto, y le gustó. Solo la sonrisa, nada más.