lunes, 30 de diciembre de 2013

Lucas, sus liquidaciones

Le petit amour fou, Miquel Barceló
«La noche es la historia de la nostalgia,
y tú eres mi noche»

Mahmud Darwix

«La esperanza le pertenece a la vida,
es la vida misma defendiéndose»

Julio Cortázar


A Lucas se le escapaban los últimos coletazos de este año entre las manos y se quedó mirando cómo las manillas del reloj corrían descaradamente hacia un final inevitable. Nunca fue muy partidario de los recuentos, los balances, le sonaban demasiado a banquero. Pero algo le empujó a pensar en qué había aprendido durante estos días, qué había conseguido, que había comprendido, qué cosas le habían pasado y nunca comprendería, en definitiva: necesitaba convencerse que de alguna manera había crecido, que su vida transcurría como las historias de las bildungsroman, a la manera de Goethe y no a la de Handke.

Pero la cosa no empezó muy bien. Lo primero que descubrió es que se había acostumbrado a declarar que se ganaba la vida. Una especie de muletilla que metía en las conversaciones para no tener que explicar cómo había llegado hasta ahí, y por qué. Pero en realidad no se ganaba nada, la vida le pertenecía de pleno derecho, y simplemente había decidido ir por ese lado de las cosas. En ningún momento se sintió atrapado por un destino sin compasión. Él era el dueño absoluto de sus decisiones, de sus circunstancias, y la verdad que no podía negarlo, Lucas se sentía vivo como un pez que salta al amanecer.

Lucas descubrió que hay muchos héroes anónimos, más que en las novelas. Esto le ayudó a sacudirse de encima cierta sensación de valiente. Es curioso cómo cuando Lucas había perdido toda esperanza con la humanidad, de repente se cruzan unos tipos leales, generosos, con los que te sinceras casi sin querer, con los que llenas la agenda de números de teléfono y de próximas citas, que abren la puerta de su casa sin ninguna precaución, y que regalan su sonrisa y su humor. Decidió entonces sentirse afortunado y afrontar los días con felicidad por tener la suerte de haber coincidido con estos verdaderos héroes. Una buena lección sí saco de este año, tal vez no había sido tan malo.

Lucas descubrió el valor de la amistad. De repente descubrió que todos sus asideros estaban repartidos por el mundo, demasiado lejos para echarles mano. En un principio pensó: ¿y qué podrían hacer por mí?, pero cuando les vio después de un tiempo a todos juntos, por primera vez en mucho tiempo pensó: Estoy en casa. No les contó sus penas, no hizo falta, un cachete cariñoso le quito toda tristeza, y todo fueron abrazos que ruborizarían a cualquiera y ojos radiantes y ansiosos de decir sus tonterías, de reír, y de prometerse visitas. La vuelta al mundo en 8 amigos.

Lucas se descubrió impaciente con los libros. Fue incapaz de dedicarse con cuerpo y alma a una sola lectura. Elegía los libros con premeditada determinación, sabía lo que buscaba, y por qué. Tenían una misión casi terapéutica. Pero sufría de varios males, así que buscaba y buscaba cada vez más remedios, sin poder dejar de tomar los antiguos. Así se empeñaba en terminar Ulises, sin renunciar tampoco a las novelas más cortas, novelitas que su consciencia no las aceptaba como “principales” y por tanto eran compatibles con Joyce. Los momentos muertos eran para los cuentitos, de todo género y autores. Un escarceo. Y las noches las gastaba buceando en las antologías poéticas que compró obsesivamente en estos últimos tiempos, buscando el poema que le hablara de ti, seguro que otro más os había escrito versos sin ni siquiera sospecharlo.  

Por último Lucas se descubrió un niño. Cierto es que ya peinaba canas…bueno, entenderéis la frase hecha, porque Lucas no usaba peine desde que perdió la inocencia. Pero aún así, durante este año ha visto como le superaban las cosas, sin ni siquiera darse cuenta de que la cosa iba así. Ha descubierto algunas cosas, pero sobre todo, se ha dado cuenta de tantas cosas que le quedan por descubrir.

Se le quedaban muchas cosas en el tintero, pero ya habría tiempo, terminaba la arbitrariedad de un año, pero nada de lo que pasaba terminaba con él, así que dejo de mirar el reloj, puso la música y siguió con Darwix,


La vida…hasta la última gota

Si alguien insistiera: Morirás hoy, ¿qué vas a hacer?, no dudaría en responder: Dormir si tengo sueño. Beber si tengo sed. Escribir, si me entran ganas. E ignorar la pregunta. Almorzar echando al filete un poco de mostaza y pimienta. Cortarme en el lóbulo de la oreja al afeitarme. Y si pudiera besar a la que amo, saborear sus labios como si fueran de higo. Saltarme unas cuantas páginas al leer. Llorar una cuantas lágrimas pelando una cebolla. Si doy un paseo, caminar más despacio. SI existo, como ahora, no pensar en la nada. Y si no existo, el asunto dejará de importarme. Escucharé a Mozart para estar más cerca de los ángeles. Y si me quedo dormido, no me despertaré y soñaré con gardenias. De reírme, seré discreto. ¿Qué más podría hacer, qué mas, aunque fuera más valiente que idiota o más fuerte que Hércules?

Mahmud Darwix, La huella de la mariposa




Feliz 2014, o 2015…

sábado, 21 de diciembre de 2013

Lucas, sus desarmes



“Lo que sabemos todos –concluyó otro- es que uno vive solo, deseando encuentros imposibles”.
Adolfo Bioy Casares, La tarde de un fauno.

Lucas conoció una vez una chica, casi ya una mujer. Él removía con mirada perdida y gesto inconsciente el café ya frío que tenía delante. Estaba en la barra de su cafetería preferida, releyendo en la memoria sus momentos favoritos, imaginando cumplidos sus deseos más inmediatos.
  Vas a marear el café.
Lucas buscó la boca que le salvó. Labios rojos, sin colorantes. Sonrisa sincera. Subió un poco y se estremeció al ver esos ojos clavados en él, sin mucho interés pero como distraídos y convencidos. El pelo me dijo que lo dejaba a mi imaginación: siempre lo imaginé largo hasta los hombros, rizado, como de lino, pero todo echado hacia un lado. Nunca sabré. Lucas sonrió.
  −Sí, seguro…−Nunca supo reaccionar de primeras−. Siempre se queda un poso frío y mareado.
Lucas le volvió a sonreír casi fugazmente y volvió a mirar enfrente, esperando volver a su ensimismamiento. Esta vez más como medida defensiva que como estado natural de su mente. Su exagerada timidez le pedía esconder su intimidad de la conversación de esa chica. Pero ella insistió.
  −¿Vives por aquí? Te he visto varias veces remover los cafés.
  −No, bueno…en realidad trabajo por aquí. Cuando tengo un momento vengo a esconderme.
  −¿Esconderte? –Se sorprendió ella.
  −Bueno, era una forma de hablar.
  −Pero si es verdad que siempre te he visto solo.
Lucas enmudeció. No le iban bien estas conversaciones en las que se delataba sin querer. Agachó la cabeza con media sonrisa y dejó pasar unos segundos. Luego se volvió hacia ella.
  −¿Sueles venir por aquí también?
  −Bueno, vivo por aquí.
  −¿Y cómo es que también estás sola? –Replicó Lucas con un amago de travesura.
  −Acabo de dejarlo con mi pareja… no me apetecía estar en casa.
  −Vaya…lo siento mucho. –A Lucas le pilló de improviso tanta sinceridad, y se arrepintió enseguida de haber hecho esa pregunta. Siempre le sucedía lo mismo. Tan pronto se soltaba en la conversación metía la pata.

  Bueno, tampoco hay mucho que sentir. –Contestó ella con media sonrisa resignada en los labios−. Estaba acabada desde hace tiempo, y la verdad que ninguno de los dos teníamos ni esperanzas ni ganas de mejorarlo.
Lucas no sabía que decir. No fue nunca buen consejero, y no había cosa que le repatease más que las frases hechas en esos momentos. No le pareció muy caballeroso usarlas con ella, aunque en esos momentos parecía que fuesen su única salvación.
  −Estando donde estamos, te puedo recomendar un par de libritos muy reconfortantes, es lo más que te puedo decir. La verdad que hace poco pasé por ahí, y te sacan de un aprieto. –Se ofreció.
Lucas se sorprendió de lo bien que salió de la situación. Ella sonrió de nuevo.
  −Eso hago aquí. −y sacó del bolso Historias de amor, de Adolfo Bioy Casares, y le mostró la portada.
Lucas se sintió de repente desarmado. No le quiso decir que ese era uno de los que iba a recomendarle, estaba convencido de que ya lo sabía.
 −¿Sabes? Soy propenso a negar las conversaciones espontáneas, pero me empieza a interesar esta.
 −¿Enserio? –Rió ella− Entonces sigamos, ¿Qué te pasó a ti?
 Touché. La verdad que no fue exactamente lo que a ti. Lo nuestro no terminó, pero la verdad que no sé si será una “obra” inacabada. No funcionaba bien.
 −Por cierto, no sé tu nombre.
 −Perdona, me llamo Lucas, o eso prefiero pensar. ¿Y tú?
 −Chloé.
 −¡Vaya! ¿Tus padres son franceses?. Perdona la indiscreción, pero no tienes nada de acento.
−No, que va. Es que simplemente prefiero pensar que me llamo así.
Llevaban poco más de 2 minutos hablando, pero a Lucas le parecía una chica del todo irreal. Me contó que era una chica preciosa, pero que no podría encontrar ninguna fotografía que hiciese justicia con su belleza. Sus gestos, los movimientos de las manos, cómo miraba, cómo achinaba los ojos cuando reía, su sonrisa, la  manera de pronunciar, la manera de colocarse el pelo, incluso el perfume que llevaba, tenían un efecto embriagador en él.
−Tengo la impresión que ahora debería encontrar el tema acertado, uno de esos profundos, y ponerme a soltar parrafadas muy sesudas que sientan cátedra, sobre qué sé yo, el azar o el destino, o el amor mismo, como en las películas de Aristarain, pero la verdad, te tengo aquí delante y solo pienso en estupideces y sonrío un poco tontamente.
−Me divierte tenerte así. –dijo Chloé−. Parece que te incomodan las mujeres.
−La verdad que no tengo ningún problema con las mujeres. Me dan en general bastante igual. El problema lo tengo con las mujeres que me gustan, que son bien pocas, pero hace unos minutos me has empezado a hablar y... Tampoco quiero decir que me gustes, ni que tenga un problema ahora, pero te agradecería que me echases una mano y me ayudases a salir de este aprieto. –Lucas empezaba a enrojecer−.
−No te preocupes, estás encantador con esos colores y esa timidez. No haces el ridículo. –Intentó tranquilizar a Lucas, aunque el efecto fuese más bien el contrario−.
−En fin –Lucas intentó darle un vuelco a la conversación−, si no tienes planes, mi café está ya frío, y había pensado en ir al cine.
−Bueno, ¿porqué no?
Lucas se quedó pensativo, pasaron unos segundos, y de repente se sinceró.
−En realidad no lo tenía pensado, y tampoco estoy seguro de si es muy buena idea. En el cine no se puede hablar, y además, podríamos llevarnos una decepción a la hora de elegir la película. Te propongo otra cosa.
−Soy todo oídos.
−Cuando no tengo ganas de nada, voy a la planta de hogar del Corte Inglés y me dedico a probar todas las camas, sillones, y sillas que hay, es muy relajante, solo hay que aguantar alguna mirada reprobatoria de los dependientes. Además, ordeno todos los libros de adorno que hay en las estanterías expuestas, no soporto ver los volúmenes dejados caer tan a la ligera. Igual ponen a Maxim Huerta al lado de Salinger, o a García Márquez al lado de Dan Brown. Podría ser divertido.
−Parece un plan genial. Solo pongo una condición –advirtió Chloé−. Luego bajamos a la sección de música a probar los pianos.


Siempre que cuento esta historia, aunque en un primer momento tuve mis dudas, termino convencido de que Lucas se la inventó. Siempre anda con esos libritos de historias entre las manos, y estoy seguro que mezcló lo que más le convenció de cada una con la intención de impresionarme con sus ligues. Pero sé como es Lucas, y sé que en algún momento a esta chica la conoció.




martes, 26 de noviembre de 2013

Lucas, su búsqueda del gesto perdido


Qué optimismo desaforado, qué clímax neuronal, qué irracionalidad mental llevaba a Lucas a sentirse, pese a todo, en un estado de euforia anímica?

Siempre fue un apasionado de romperse la cara contra la realidad, de retarla, desafiarla, sabiendo de antemano el resultado desastroso para su integridad. Pero a la vez, le encontraba cierto encanto poético a los moratones faciales. Se sentía más vivo que nunca, una anguila en el fango, revolviéndose como loca, aunque sin saber muy bien hacia qué lado andaba el mar.

Qué difícil, me decía Lucas, es contar esta historia sin historia, sin paisajes de colores, ni trama con sorpresa al final: solo un tipo revolviéndose.  Pero que poderosa esa imagen, esa idea. Un tipo revolviéndose con rabia hacia la vida, revolviéndose para vencer el fracaso de las palabras, para vencer la apatía de su cotidianeidad, para ningunear su soledad, para deleitarse con la fragilidad de un gesto que sin embargo, estaba por llegar.

Cuentan las historias, estas sí que eran de verdad, que tres fueron los hombres que se enfrentaron a los embrujos de las sirenas. Ulises, el héroe de siempre, se hizo atar de pies y manos al mástil de su navío. Por supuesto, este tío lo consiguió todo, escuchó el canto de las sirenas, y volvió a casa con su Penélope. Orfeo, que conoció el peligro de su canto en la expedición de los Argonautas, neutralizó su música con las notas de su cítara;  Butes, navegante y compañero de Orfeo, se tiró de cabeza al agua para ir a buscarlas.

Ahí andaba Lucas, zambulléndose ya en el agua, sintiendo el frío que lo ahogaba, acojonado por la inmensidad de lo que le rodeaba y desconocía, exultante cómplice de Butes, héroe mediocre y olvidado que eligió el salvaje nihilismo del instante en vez de una cómoda muerte por anquilosamiento, recordando el nerviosismo adolescente de ese gesto incontenible del tacto prohibido, intuyéndolo pese a las malas palabras y los movimientos exagerados,  pese al desconcertante silencio, la temida indiferencia. Lucas estaba en el agua, no podía soportar su canto, y encontró el gesto de apartarle el rizo de su mirada.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Lucas, sus viajes


“«Je voyage l’amour» …, moduló. La idea de usar transitivamente el verbo voyager le dio ese sentimiento de plenitud que dan las intuiciones poéticas por mínimas que sean, y la satisfacción de haber encontrado finalmente una expresión adecuada  para su estado de ánimo. «Je voyage amour! Je voyage liberté! Jour et nuit je cours…par les chemins-de-fer… »” 

Las aventuras de un viajero, Los amores difíciles, Italo Calvino. 

Lucas se pensó durante mucho tiempo como todo un viajero, un verdadero buscador, un tipo desterrado que buscaba un lugar donde vaciar su mochila de una vez por todas. Empezó todo casi como un juego, casi sin darse cuenta, pero ya contaba países y ciudades con dos manos. Las sensaciones nunca consiguió contarlas, pero se creía un tipo de estos que podría escribir una guía de viajes en 300 palabras y ser capaz a la vez de descubrir la esencia de los lugares para gente que ni si quiera la entendería aún viviéndola. 

Los viajes de Lucas empezaban con un ritual inútil desde el punto de vista de la razón, pero esencial para su satisfacción. Abría la mochila, metía libros como si fuese a venderlos de estraperlo, 250 páginas por día; metía hojas en blanco como si fuese a escribir “Sueño en el Pabellón rojo” en caracteres chinos; lapiceros y bolígrafos como si fuese profesor de primaria; la cámara de fotos, pañuelos de papel como si fueran el botiquín esencial en caso de grave peligro de muerte, y al final maldecía el espacio tan reducido de las maletas en la que uno no tenía sitio ni para ropa siquiera, y ya no digamos para el desodorante, el cepillo de dientes (la pasta siempre la olvidaba) y la colonia que luego nunca se ponía. 

Lucas siempre se sintió extraño en los vagones, siempre sintió que aunque viajase a los mismos lugares que sus compañeros de fatigas en asientos inefables, tenían un destino distinto. El suyo no era un estar donde se había propuesto, era llegar donde había pensado llegar, y poco tiempo después descubrió que ese lugar estuvo siempre en él y no en los sitios donde el capricho, o lo que algunos se emperran en llamar destino, le llevó. Se sentía un elegido, una especie de ente superior que viajaba pensando en que él era el único buscador con mochila, el único que sentía aquello de cambiar de paisaje pero no de lugar. Nunca se le pasarán estas fanfarronadas…tal vez nunca caiga en la cuenta de ello. 

Pero la verdad, y se sonroja un poco todavía al contarlo, es que nunca se sintió tan en casa como en tus brazos. Daba igual dónde fuese, siempre supo que para eso hacía la mochila, para eso las noches en vela en asientos inquietos. Para eso los aviones, y los trenes y autobuses y metros, para eso viajar a la ciudad de siempre, para encontrar tus brazos abiertos, o tal vez para pensarlos abiertos, o para recordarlos abiertos, o para imaginarlos, intuirlos, desearlos, soñarlos y que se cerrasen, con él dentro de ese abrazo, y hacer desaparecer el paisaje que nada le importaba, y dejar la mochila en el suelo, y tender en una estantería atornillada a una nada transparente e imaginaria toda su biblioteca de recuerdos, juegos y deseos, de lugares donde te encontró sin que estuvieses, de sitios donde te intuyó, de asideros en los que te mantuvo; para eso, para llegar a ti, oasis de nómada. 

Tal vez nunca logró decirte lo que fueron para él todas esos viajes en los que sintió la tensión de los días que pasaríais juntos, la afanosa guerra de las horas, de sentir que el viaje se iba desvaneciendo, como toda noche de amor, con la irrupción de los días, y la inquietud de volverte a encontrar fuese donde fuese, caprichosamente suya.


domingo, 20 de octubre de 2013

La duda



Hace tiempo que tenía pensado hablarte de esto. Tal vez hace ya demasiado tiempo que te hubiese tenido que hablar de esto. Y sin embargo sigo callando. Y ahora utilizo cobardemente textos ambiguos para aliviar dudas e indecisiones. Nunca me gustó, por otro lado, hablar claro. Siempre me ha gustado la segunda lectura, la sugestión, el decir callando, la lectura entre líneas, los códigos íntimos.

No hace falta, entenderás, que te ponga en antecedentes de nuestra situación. Esto no es la típica novela que empieza contando cuándo nos conocimos, dónde, qué nos ha llevado hasta aquí, cómo hemos llegado, etc. Además, los dos sabemos que tenemos versiones distintas, aunque con los mismos acordes.

Lo peor del amor es la sensación de renuncia. Después la mentira.

Después de este tiempo he terminado por darme cuenta de las infinitos amores que he dejado de tener. Espero que sepas perdonarme la arrogancia de escribir infinitos. Acepté que estaba irremediablemente enamorado de ti. Y digo acepté porque en realidad nunca lo decidí, tuve que aceptar que mi voluntad estaba vencida por mis deseos. Tal vez a ti te pasó algo similar, aunque podría ser una idea arrogante por mi parte atribuirte el mismo orden de sentimientos. El principio siempre es hermoso.

Después de esto uno se empecina en casar la voluntad con los deseos, y piensa en un proyecto de vida, en una felicidad, convertir la eternidad del amor en el amor cotidiano, y entonces, con el tiempo, surge la legítima duda.

Y con la duda aparece la sensación de renuncia. Tenemos a veces la sensacional capacidad de proyectar un momento fugaz hasta la eternidad, e imaginar así un pasado mejor, un presente distinto, un futuro más excitante. Cuantas veces he imaginado mi vida distinta, que no acepté tal cosa, y que luego pude elegir, que tomé otro camino. Estoy seguro que tendría otro amor, u otro a ese otro, es algo casi inevitable: seducir, querer, amar, compartir. Ahora sí me atrevo a decir que sentiste mil veces esto. O incluso infinitas veces.

Estoy seguro de que ese chico te ha dado momentos excepcionales. Que te has preguntado mil veces qué seria de ti sin mi, qué seria de ti con él. Tal vez sea el orgullo lo que me impida ahora reivindicarme, o tal vez la sensación de hacer un ridículo espantoso por querer convencerte de que no te pierdes nada.

Lo peor del amor es la sensación de renuncia. Después la mentira.

Aunque a media voz, me atrevo a desnudar mis pensamientos, dejar sin ropa mis dudas, y decirte que mentir es inútil.

Después de este tiempo he terminado por darme cuenta de que amo a quien quiero amar, que renuncio a lo que quiero renunciar, que las dudas son una alerta necesaria para confirmar que no yerro. Y ahora sí que no me atrevo a decir que sentiste esto mil veces. Ni incluso, una vez.

Lo peor del amor es la sensación de renuncia. Después la mentira.

Lo mejor del amor, tú. 

domingo, 16 de junio de 2013

Lucas, su falta de sentido



¿Qué me falta?, se preguntaba Lucas mientras miraba el techo tumbado en la cama. Sin embargo, era tan evidente qué faltaba que se indignó de plantearse preguntas tan absurdas por el simple hecho de ser un buen comienzo.

Aún así contestó. Faltaba sentido. Pero, ¿en qué sentido faltaba sentido? Pues seguramente en todos. ¿Qué sentido tiene un texto que ya desde el principio desvela una falta de sentido? ¿Quién podía hacer para recuperar el sentido? ¿Cómo asimilar la evidencia tan hiriente de falta de sentido en todo, y la evidencia tan cruenta de la imposibilidad de recuperar un sentido?

Lucas desistió de tratar esas preguntas, así que siguió con el sinsentido del texto tratando de explicarse a su vez por qué escribía entonces. Tal vez porque se lo había prometido desde hacía casi 24 horas y ya había borrado 3 documentos después de darlos por terminado. Porque se había roto la cabeza para hacerle llegar una vez más que la echaba de menos, pero que le había parecido absurdo la manera de decirlo si con un “te echo de menos” se explicaba mucho mejor. Porque sabía que ya lo sabía y que no ganaba nada rompiéndose la cabeza. Que ya estaba de vuelta de casi todo en esto, que la literatura ya le aburría, y necesitaba simplemente sentirlo en silencio sin molestar, sin pretender fiestas de elogios ni ser el centro de  su atención. Pero si pretendía eso, ¿Por qué aún así escribía?

Era duro para Lucas hacer tan evidentes sus incoherencias. Pero tal vez la falta de sentido le hacía dirigirse hacia este sinsentido. Ya no esperaba respuestas. Lanzaba mensajes en una botella. Sabía perfectamente que llegaban a Ítaca, que Penélope los leía, pero que nunca tendrían respuesta hasta su regreso. Le resultaba complicado en esta deriva en la que se encontraba encontrar las fuerzas, la inspiración, para arriesgarse incluso con un “buenos días, principesa”. Tan lejos y tan cerca a la vez. Pero aún así…qué dulce amargura la de la memoria y la imaginación.

Lucas no había nacido para esperar.