martes, 26 de noviembre de 2013

Lucas, su búsqueda del gesto perdido


Qué optimismo desaforado, qué clímax neuronal, qué irracionalidad mental llevaba a Lucas a sentirse, pese a todo, en un estado de euforia anímica?

Siempre fue un apasionado de romperse la cara contra la realidad, de retarla, desafiarla, sabiendo de antemano el resultado desastroso para su integridad. Pero a la vez, le encontraba cierto encanto poético a los moratones faciales. Se sentía más vivo que nunca, una anguila en el fango, revolviéndose como loca, aunque sin saber muy bien hacia qué lado andaba el mar.

Qué difícil, me decía Lucas, es contar esta historia sin historia, sin paisajes de colores, ni trama con sorpresa al final: solo un tipo revolviéndose.  Pero que poderosa esa imagen, esa idea. Un tipo revolviéndose con rabia hacia la vida, revolviéndose para vencer el fracaso de las palabras, para vencer la apatía de su cotidianeidad, para ningunear su soledad, para deleitarse con la fragilidad de un gesto que sin embargo, estaba por llegar.

Cuentan las historias, estas sí que eran de verdad, que tres fueron los hombres que se enfrentaron a los embrujos de las sirenas. Ulises, el héroe de siempre, se hizo atar de pies y manos al mástil de su navío. Por supuesto, este tío lo consiguió todo, escuchó el canto de las sirenas, y volvió a casa con su Penélope. Orfeo, que conoció el peligro de su canto en la expedición de los Argonautas, neutralizó su música con las notas de su cítara;  Butes, navegante y compañero de Orfeo, se tiró de cabeza al agua para ir a buscarlas.

Ahí andaba Lucas, zambulléndose ya en el agua, sintiendo el frío que lo ahogaba, acojonado por la inmensidad de lo que le rodeaba y desconocía, exultante cómplice de Butes, héroe mediocre y olvidado que eligió el salvaje nihilismo del instante en vez de una cómoda muerte por anquilosamiento, recordando el nerviosismo adolescente de ese gesto incontenible del tacto prohibido, intuyéndolo pese a las malas palabras y los movimientos exagerados,  pese al desconcertante silencio, la temida indiferencia. Lucas estaba en el agua, no podía soportar su canto, y encontró el gesto de apartarle el rizo de su mirada.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Lucas, sus viajes


“«Je voyage l’amour» …, moduló. La idea de usar transitivamente el verbo voyager le dio ese sentimiento de plenitud que dan las intuiciones poéticas por mínimas que sean, y la satisfacción de haber encontrado finalmente una expresión adecuada  para su estado de ánimo. «Je voyage amour! Je voyage liberté! Jour et nuit je cours…par les chemins-de-fer… »” 

Las aventuras de un viajero, Los amores difíciles, Italo Calvino. 

Lucas se pensó durante mucho tiempo como todo un viajero, un verdadero buscador, un tipo desterrado que buscaba un lugar donde vaciar su mochila de una vez por todas. Empezó todo casi como un juego, casi sin darse cuenta, pero ya contaba países y ciudades con dos manos. Las sensaciones nunca consiguió contarlas, pero se creía un tipo de estos que podría escribir una guía de viajes en 300 palabras y ser capaz a la vez de descubrir la esencia de los lugares para gente que ni si quiera la entendería aún viviéndola. 

Los viajes de Lucas empezaban con un ritual inútil desde el punto de vista de la razón, pero esencial para su satisfacción. Abría la mochila, metía libros como si fuese a venderlos de estraperlo, 250 páginas por día; metía hojas en blanco como si fuese a escribir “Sueño en el Pabellón rojo” en caracteres chinos; lapiceros y bolígrafos como si fuese profesor de primaria; la cámara de fotos, pañuelos de papel como si fueran el botiquín esencial en caso de grave peligro de muerte, y al final maldecía el espacio tan reducido de las maletas en la que uno no tenía sitio ni para ropa siquiera, y ya no digamos para el desodorante, el cepillo de dientes (la pasta siempre la olvidaba) y la colonia que luego nunca se ponía. 

Lucas siempre se sintió extraño en los vagones, siempre sintió que aunque viajase a los mismos lugares que sus compañeros de fatigas en asientos inefables, tenían un destino distinto. El suyo no era un estar donde se había propuesto, era llegar donde había pensado llegar, y poco tiempo después descubrió que ese lugar estuvo siempre en él y no en los sitios donde el capricho, o lo que algunos se emperran en llamar destino, le llevó. Se sentía un elegido, una especie de ente superior que viajaba pensando en que él era el único buscador con mochila, el único que sentía aquello de cambiar de paisaje pero no de lugar. Nunca se le pasarán estas fanfarronadas…tal vez nunca caiga en la cuenta de ello. 

Pero la verdad, y se sonroja un poco todavía al contarlo, es que nunca se sintió tan en casa como en tus brazos. Daba igual dónde fuese, siempre supo que para eso hacía la mochila, para eso las noches en vela en asientos inquietos. Para eso los aviones, y los trenes y autobuses y metros, para eso viajar a la ciudad de siempre, para encontrar tus brazos abiertos, o tal vez para pensarlos abiertos, o para recordarlos abiertos, o para imaginarlos, intuirlos, desearlos, soñarlos y que se cerrasen, con él dentro de ese abrazo, y hacer desaparecer el paisaje que nada le importaba, y dejar la mochila en el suelo, y tender en una estantería atornillada a una nada transparente e imaginaria toda su biblioteca de recuerdos, juegos y deseos, de lugares donde te encontró sin que estuvieses, de sitios donde te intuyó, de asideros en los que te mantuvo; para eso, para llegar a ti, oasis de nómada. 

Tal vez nunca logró decirte lo que fueron para él todas esos viajes en los que sintió la tensión de los días que pasaríais juntos, la afanosa guerra de las horas, de sentir que el viaje se iba desvaneciendo, como toda noche de amor, con la irrupción de los días, y la inquietud de volverte a encontrar fuese donde fuese, caprichosamente suya.